“Voy, me aguanto, y me vuelvo tan campante "

Nacida en una familia típicamente uruguaya, conoció el Opus Dei a través de su cuñada y luego se puso de novia con un miembro de la Obra, con quien se casó y tuvo una hija que –entiende- fue un regalo de San Josemaría

Me llamo Adela Teresa Blois Sensever, tengo 43 años y hace 17 que estoy casada. Tengo una hija de 13 años y trabajo el Banco República desde hace 26 años.

Provengo de una familia chica y la única católica era mi mamá. Mi padre -fallecido hace 13 años- era ateo. Debido a ello mi madre tuvo que luchar bastante para que pudiéramos ir a un colegio católico, donde aprendimos tanto mi hermano como yo lo básico de la doctrina católica. Fue allí, en el Santa Rita, donde tomamos nuestra primera comunión.

En casa, al ser papá contrario a todo lo religioso, no tuvimos una formación cristiana integral. Recuerdo el lío que se armó cuando, todavía estando en primaria, se me ocurrió decir que quería ser monja. A papá casi le dio un ataque e inmediatamente le dijo a mi madre que eso era debido a la influencia de los curas y que debíamos salir de ese colegio ya. Al final no pasó nada, ya que mi frase era una cuestión de niños, pero esta anécdota sirve para reflejar cómo era en ese aspecto papá.

Estaba convencida de que eso no tenía nada que ver conmigo. Pero no fue así. Después de ver esa película quedé removida por dentro

Aunque debo hacer justicia con él: así como era antirreligioso, era un hombre con muchas virtudes humanas y con quien me llevé excelentemente bien. De él aprendí lo que significa la justicia, la rectitud, el trabajo honrado, el honor.

Yo empecé a trabajar a los 17 años en el Banco República. Al mismo tiempo terminé unas materias de bachillerato que me habían quedado pendientes y comencé estudios universitarios de Derecho. Durante todo ese tiempo no frecuentaba los sacramentos ni iba a misa.

Conocí el Opus Dei a través de una chica que era novia de mi hermano, hoy mi cuñada, y de la cual me hice muy amiga. Esto sucedió allá por el año 1981 y recuerdo que un sábado me invitó a una para jóvenes que daba un sacerdote en la Residencia Universitaria Del Mar. Fui sin saber muy bien de qué se trataba. Tras la charla, se realizó una bendición con la Eucaristía. Tal era mi ignorancia que pensé que se había celebrado una misa y se lo pregunté a mi cuñada, dado que todo me había parecido raro. Habré ido dos o tres veces más y después no quise saber más nada.

Tras pasar casi un año, mi cuñada me volvió a invitar y yo -por no decirle que no otra vez- fui. En esa ocasión vi por primera vez una película del Fundador del Opus Dei. Era la filmación de un encuentro de San Josemaría Escrivá de Balaguer con gente que le preguntaba cosas y él respondía uno a uno. También recuerdo que cuando decidí ir que me dije: “voy, me aguanto y me vuelvo tan campante”. Estaba convencida que eso no tenía nada que ver conmigo. Pero no fue así. Después de ver esa película quedé removida por dentro. A pesar de que iba mal dispuesta, me encantó la sencillez, la alegría y el humor del fundador.

A partir de allí, el primer paso fue a hablar con un sacerdote. Finalmente después de un tiempo, di el paso de la confesión y comencé a asistir con cierta regularidad a las meditaciones de los sábados.

Para ese entonces mi futura cuñada y amiga me había presentado a un chico para ir a bailar el 31 de diciembre de 1981. Ese chico se llamaba Ignacio Vidal y con él me casé tres años más tarde.

Para ser honesta debo decir que di bastante batalla con esto del Opus Dei. No sé cómo explicarlo pero creo que yo era muy “mundana”, entonces todo lo que escuchaba me parecía raro, como de la época de las cavernas. Me parecían fanáticos y creía llevar la razón porque lo que veía por ahí es que mucha gente vivía distinto, que no eran tan estrictos.

Una vez que me casé dejé de ir por la Residencia. Cuando mi cuñada me llamaba para ir, yo ponía la excusa del trabajo, o le decía que vivía lejos. Pero de a poco ella siguió insistiendo. Hasta que llegó mi hora, y comencé nuevamente a asistir a las meditaciones, a confesarme. Recuerdo que fue durante una novena a la Inmaculada Concepción donde me plantearon por primera vez el tema de la vocación al Opus Dei. Al poco tiempo lo vi clarísimo -el Señor me lo hizo ver- y pedí la admisión a la Obra. Era fascinante esto de santificarse en el medio del mundo, de santificar el trabajo y santificar a los demás a través del trabajo. Se me abrió un horizonte inmenso.

Al poco tiempo fijamos la fecha de casamiento. Aunque aún no me había recibido, yo pensaba que de nada me serviría terminar los estudios ya que nuestro deseo era tener hijos en seguida... Además tenía que seguir trabajando, y entre las horas laborales y el estudio, no tenía tiempo para atender a mi marido, mi casa y los chicos que vinieran. Pero los planes de Dios eran otros. Pasó un año y medio del casamiento y yo no quedaba embarazada.

Era la época en que el Santo Padre Juan Pablo II venía por primera vez al Uruguay. Cuando se levantó la Cruz de Tres Cruces. En esa época, hasta papá había cambiado. Antes de casarnos se le había detectado un cáncer, lo habían operado y tenía que someterse a controles cada tres meses. En ese entorno se produce la visita del Papa y para asombro de todos, papá pegó en el ventanal del frente una foto gigante de Juan Pablo II.

Nacho y yo rezábamos a diario la estampa del Beato Josemaría, pidiéndole por su intercesión que el Señor nos concediera la gracia de un hijo. Cuando terminamos con los estudios el médico nos dijo que si bien el nunca le decía a una pareja que era imposible que tuvieran hijos, en nuestro caso lo veía muy difícil. Seguimos las indicaciones recibidas y a mi vez redoblé la intensidad del rezo de la estampa del Beato Josemaría.

Apenas tres meses después ante determinados síntomas que tenía, llamé al médico. Me dijo que al día siguiente fuese a hacerme un examen de sangre. No puedo expresar la emoción que sentí cuando me entregaron el resultado diciendo que era positivo. Recuerdo que tomé el primer ómnibus a la Ciudad Vieja que pasó y me fui volando a la oficina de Nacho a contarle. Esto era un milagro de Nuestro Padre, así sin más. Nueve meses después nacía Josefina Inés, nuestra única hija. No me canso de agradecer este milagro. Ha sido la alegría más grande que hemos tenido. Y Nacho es un padre excepcional. No ha sido fácil para nosotros educar a nuestra hija. Principalmente porque es hija única. Yo soy sobreprotectora y Nacho, que proviene de una familia numerosa (son doce hermanos), es todo lo contrario. Creo que entre los dos hacemos un buen trabajo. Ni muy muy ni tan tan.

Al tiempo de haber nacido Josefina, volví a consultar al mismo médico, quien nos ordenó nuevas pruebas médicas, cuyos resultados tampoco fueron buenos. Al fin le pregunté sobre las posibilidades ciertas de tener otro hijo. Recuerdo que el médico me contestó que le rezara al mismo Santo que le había rezado antes, porque posibilidades no existían. Aunque continué rezando la Estampa a Nuestro Padre, no volvimos a tener otro hijo. Evidentemente la voluntad de Dios iba por otro lado, aunque en ese tiempo se me hizo muy doloroso aceptarla.

A los pocos meses de haber nacido Josefina, papá ya estaba muy grave. El cáncer había hecho metástasis en los huesos, apenas podía caminar y tenía unos dolores tremendos. Durante todo ese tiempo, todos estábamos encomendándolo a San Josemaría, para que papá se convirtiese. Finalmente Dios nos nos concedió otra gracia por intercesión de Escrivá ya que papá antes de fallecer se confesó y comulgó por primera vez. Al tiempo le propuse a mamá ser cooperadora de la Obra y aceptó. Después de unos meses, pidió la admisión.

Adela Teresa Blois Sensever, Funcionaria del Banco República // Libro "San Josemaría y los uruguayos", año 2002