Un consejo milenario: la buena comunicación comienza escuchando

Escribo estas líneas -dice el Vicario regional del Opus Dei en Uruguay- en el inicio de un nuevo año judío, el 5776. Este aniversario me llevó a recordar que la civilización occidental fue forjada por la tradición judeo-cristiana y parte importante de esa matriz la constituyen los textos bíblicos...

...Estos textos milenarios, de modo particular el libro de los Proverbios y el de la Sabiduría, contienen abundantes páginas recomendables para todos, pero especialmente para directivos de empresa. Abundan en elogios a las personas que saben escuchar y de reproches a los que no prestan atención a los demás. Por ejemplo: “Oído que escucha reprensión saludable, habita en medio de sabios” (Proverbios 15, 31).

A la vuelta de los años podemos constatar que una característica esencial de la madurez personal y de liderazgo es la capacidad de diálogo, de apertura hacia los demás que se manifiesta en la cordialidad de trato y el sincero deseo de aprender a los demás.

En el campo de la comunicación interpersonal todos tenemos experiencia de que un problema habitual para escuchar se nos presenta cuando, mientras otra persona habla, nos viene a la cabeza algo que tiene que ver con lo que nos cuenta, y quedamos pendientes de añadir esa idea apenas surja una interrupción. Se pueden dar entonces conversaciones en las que intervienen todos pero se escucha poco. A veces podemos ser testigos de un ejemplo colectivo de este defecto en prestigiosas tertulias radiales donde cada invitado repite con distintas palabras una misma tesis, sin responder a los cuestionamientos y argumentos de los otros.

En esta misma línea de falta de apertura, también podemos padecer de cierta presunción, manifestada en una tendencia a querer demostrar nuestra inteligencia o nuestros conocimientos, lo que nos reduce la capacidad de estar receptivos. Si tenemos la actitud de procurar aprender de los demás, pondremos más atención a ideas o datos que inicialmente quizá no nos interesen demasiado y esto ampliará nuestra manera de ver las cosas. Saber comunicar eficazmente (no solo comunicar sin más, sino i comunicar de modo que motive de verdad al que escucha) exige la difícil tarea de armonizar audacia y prudencia, interés y discreción, riesgo y oportunidad. También es necesario saber rectificar cuando se nos escapan expresiones precipitadas o inoportunas que nos quitan autoridad; o una afirmación rotunda que deberíamos haber matizado. Una buena comunicación deja siempre huella en unos y otros, surgen nuevas intuiciones y queda la ilusión de continuar ese intercambio.

Da pena a veces comprobar cómo el espíritu de algunas personas envejece prematuramente y, en cambio, otras permanecen juveniles porque avanzan, aprenden y son receptivos a las ideas de los demás. Deberíamos partir de la base de que todos tendemos al egocentrismo que nos lleva a acomodar la realidad a nuestro modo de ver las cosas o a nuestros limitados intereses. Esto nos puede llevar a crear —consciente o inconscientemente— distancia con los demás: hablar con un modo tajante que no tiene fundamento en nuestro conocimiento del asunto; manifestar nuestras opiniones con un tono de censura hacia los otros; decir que estamos a favor de la diversidad y de la tolerancia y luego irritarnos cuando alguien no piensa como nosotros; la envidia cuando alguien sobresale a nuestro alrededor; exigir a otros un nivel de perfección que los sobrepasa y que probablemente nosotros mismos no tenemos; pedir sinceridad y franqueza pero resistirnos a las correcciones que nos hacen.

Podríamos decir que la llave para cambiar y motivar a los demás está en buena medida relacionada con la capacidad de cambiarnos a nosotros mismos. Cuando se sabe lo difícil que resulta mejorar es más fácil mirar a los demás con objetividad y ayudarlos realmente. El directivo —o la madre, el educador, etc.— que sabe decirse las cosas claras a sí mismo, sabrá mejor cómo y cuándo decírselas a los demás, y será capaz de escucharlos con disposición más abierta. En definitiva: se trata de tener autocrítica, lo que es prueba de grandeza y sabiduría: “Quien ama la instrucción, ama el saber, y quien odia la corrección es un estúpido” (Proverbios, 12, 1).

Evidentemente, aceptar lo que nos dicen los otros no quiere decir vivir siempre pendiente de la crítica y dejar de decir lo que hacemos o somos para bailar al ritmo de las encuestas o de lo políticamente correcto. Una persona sin valores es una persona sin convicciones, y hay que tener en cuenta que no pocas veces quien hace bien las cosas es criticado por los que no hacen nada. El papa Francisco constataba que “nos cuesta mostrar que, cuando planteamos cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a nuestras convicciones sobre la dignidad humana y el bien común” (Evangelii Gaudium. n.o 65).

La madurez está precisamente en unir la apertura a los demás con la lealtad a los principios. Seguramente todos podemos recordar cómo nos ayudó a mejorar el buen ejemplo de tantas personas: buenos maestros, parientes, profesionales con los que comenzamos a trabajar, etc. Y, sin embargo, quizá la mayoría de ellos no conocen el efecto real positivo que tuvieron sobre nosotros gracias a la lealtad a sus principios. En este sentido, podríamos concluir que es grande la responsabilidad que tiene un directivo de influir positivamente en los demás: aconsejando, exhortando, pero sobre todo procurando que sus palabras estén avaladas por las obras. Será imposible conseguirlo siempre, pero ¡qué bueno que es querer ser esa referencia positiva para otros y saber pedir disculpas si hemos dado mal ejemplo!

Del mismo modo que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con el egocentrismo (que tiene manifestaciones muy sutiles), pero podemos detectarlo mejor y también dejar que no gane terreno en nuestra vida. Si somos capaces de escuchar la crítica constructiva, mejorará nuestro trabajo directivo y docente: hace falta ser humilde para ayudar a los demás sin humillar.

    Carlos González SarachoRevista de Negocios del IEEM | Octubre 2015

    Revista de Negocios del IEEM, Octubre 2015, pp. 96-97