Ser santo no es ser una estatua con un halo dorado

Hasta que cumplió 65 años se declaró agnóstico irreductible pero tras su conversión San Josemaría pasó a jugar un papel cada vez más importante en su vida; destaca también la visión del fundador del Opus Dei, quien con su “empuja a la Iglesia hacia sus raíces originales más puras”

Cuando muere un hombre común, por grandes que sean sus títulos, sus obras y conquistas, su recuerdo se desvanece inevitablemente con el correr del tiempo. El signo de la verdadera grandeza lo marca, en cambio, el impacto que crece en vez de decaer, que convierte una vida terrena en el punto de partida de un camino que se ensancha y se bifurca incesantemente para que más y más personas lo recorran con los pies ligeros de la alegría, el paso firme de la esperanza confiada y el respaldo motriz de la paz personal.

Esta es la trascendencia de Josemaría Escrivá. Quienes lo conocieron y trataron en sus años en la Tierra vivieron directamente la férrea solidez contagiosa de su fe, su guía constante sobre cómo ser mejor, su penetrante sentido del humor y, sobre todo, la paz trasmitida por cada una de sus palabras, sus gestos, sus acciones. Estas personas podrían considerarse privilegiadas. Pero no es así, porque todos sin excepción, aún quienes no alcanzamos a verlo antes de su muerte, vivimos su presencia con la misma intensidad y los mismos resultados que quienes compartieron con él años, días u horas.

La razón es que la fuerza de su santidad persiste, no ya incambiada sino acrecentada, a medida que pasan los años. Haber convivido con él tiene que haber sido gratificante pero no indispensable, porque el sentido de la misión que justificó su existencia es igualmente poderoso después de su muerte. Lo es físicamente a través de las grabaciones de sus apariciones públicas, de sus escritos y de la voluminosa bibliografía producida por quienes le conocieron y acompañaron hasta 1975. Todos estos elementos empujan, en mayor o menor grado dependiendo de la disposición de cada uno, a la vida humilde y empeñosa en el trabajo, en la familia, en la amistad hacia la meta de la rectitud.

Pero más importante aún que los elementos disponibles a nuestros sentidos es la percepción intangible de la forma en que influye cada día más en la vida de quienes no lo conocimos. Para el autor de estas líneas, agnóstico irreductible hasta los 65 años, Escrivá era hasta ese momento sólo una referencia más en la compleja historia de la Iglesia del siglo XX, sacudida por los avatares de la guerra civil española y la segunda guerra mundial, por el Concilio Vaticano de la década de los 60 y los conflictos convulsivos de la llamada teología de la liberación.

Todo cambió en poco tiempo. A partir de la conversión, el fundador del Opus Dei, muerto varios años antes, fue asumiendo un papel cada vez más importante en mi vida, mucho más de lo que explicaría el mero estudio de su prédica, las lecturas sobre su vida o la atracción de su imagen filmada. Desde hace ya bastante tiempo basta invocarlo, habitualmente en la conversación informal como un agregado a las oraciones a Dios, para que una sensación notoria de paz interior disipe o al menos mitigue momentos de tribulación o desaliento.

A partir de la conversión, el Fundador del Opus Dei (...) fue asumiendo un papel cada vez más importante en mi vida

No es misticismo ni la debilidad de engañarse a uno mismo buscando cualquier refugio que esté a mano para escapar a alguna dificultad sino una realidad notoria. Es como la reacción de un amigo al que se admira, con quien se habla de un problema y responde tratando de ayudar en su solución. Es irrelevante especular si la presencia influyente de Josemaría Escrivá en quienes se acercan a él encaja en algún peldaño de la escalera do los milagros que llevaron a la Iglesia a decidir su canonización.

Los milagros no son más que una expresión sobrenatural de Dios, ejercida directamente por el Señor o delegada en personas elegidas, que fortalece o modifica ocasionalmente las leyes que rigen la vida natural de los hombres. Quienes tienen fe los aceptan sin cuestionamientos como un hecho dispuesto por un Dios creador que todo lo puede. Quienes no la tienen, los niegan basándose en un concepto racional estrecho, que soslaya que la razón no está contrapuesta a la fe sino que, al contrario, la complementa, la vigoriza y hasta ayuda a hallarla y explicarla.

Más importante aún (...) es la percepción intangible de la forma en que influye cada día más en la vida de quienes no lo conocimos

El fundador del Opus Dei insiste en audacia y fortaleza para buscar en la Tierra el camino hacia la santidad. Ser santo no significa estar en una pintura o una estatua con un halo dorado sobre la cabeza. Significa la plenitud de llevar una vida que agrade a Dios y que sirva de ejemplo a los demás e incite a tratar de emularla. Este apostolado fue cumplido por el Beato Josemaría en la Tierra, con una visión que empuja a la Iglesia hacia sus raíces originales más puras. Y resulta claro que, desde el lugar que hoy ocupa en el Cielo entre los santos, sigue trabajando con el mismo ahínco minucioso en la misión que inició en 1928, con la diferencia de que en vez de ocuparse de un pequeño puñado de seguidores hoy tiene que atender a multitudes.

José María Orlando, Periodista // Libro "San Josemaría y los uruguayos", año 2002